LAS COSAS COLECTIVAS
- Maria del Mar Arellano Rudd
- 16 jun 2020
- 7 Min. de lectura
Palabras dichas en un aniversario de la Universidad Nacional de Colombia con motivo de la promoción a Maestro Universitario. 2002
Aunque había pasado unas horas en el aeropuerto de Cali, mi primer contacto con Colombia se produjo en Cartagena; era una de esas mañanas húmedas en que el sol lucha por desgarrar la bruma y como si estuviera ya previsto, la fascinación de esa ciudad y de su gente me retuvieron.
Allí tuve la sospeche de que nunca me iría de este país; más tarde, esa sospecha se convirtió en realidad en Bogotá, cuando descubrí que la ciudad — como dice el personaje de Lawrence Durrel— es un mundo si se ama a uno de sus habitantes. En Bogotá conocí a María Isabel y la ciudad se volvió un mundo.
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Quisiera mirar hacia atrás por un momento y recordar el día de mi llegada a Bogotá, cuando el tren que venía de la costa, después de cruzar las sabanas, después de bordear el Magdalena entre árboles, para mí nunca vistos y cuando se cumplían treinta horas de viaje, se enfrentó a la cordillera para trepar hasta esta Sabana. Abajo quedaba el río Magdalena con sus temperaturas infernales; adelante se veían paredes rocosas, casi verticales, cuyas cimas se perdían en la bruma; más arriba aún, entre las nubes, estaba Bogotá.
La tarde se oscureció y estalló una lluvia desaforada, justo en el momento en que el estrecho corredor por donde trepamos se convirtió en una enorme extensión cuyos límites se perdían entre el agua que formaba telones de diferentes grises; la Sabana de Bogotá nos recibió con una de sus habituales tormentas. Los truenos hacían vibrar las ventanillas del tren y el granizo amenazaba romper los vidrios. Bajo el diluvio, el suelo se deshacía entre charcos, montones de hielo y pasto color verde tierno.
El tren, bamboleante, atravesaba la ciudad en la última hora del día, cuando un repentino rayo de sol cortó la tarde de lluvia y todo se encendió con una helada luz amarilla que tiñó los muros de las casas y convirtió las ventanas de los edificios en reflejos incendiados. Al fondo, los cerros que limitan la ciudad se veían envueltos en nubes como en una alucinada pintura manierista.
Desde entonces, Bogotá y yo, no nos separamos. Algunas veces digo que esta ciudad me adoptó, otras, pienso que yo adopté a la ciudad e hice de ella, no solamente mi campo de trabajo, sino también el lugar de mi existencia. Por último, creo que la ciudad y yo nos adoptamos para satisfacer mutuos deseos y sé que la Universidad Nacional, mi lugar, tuvo mucho que ver en esa adopción recíproca.
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—¿Qué pasa?, pregunté... —Tal vez los muchachos se rebotaron, me respondió el taxista y luego agregó: —Hay demasiada policía, debió de pasar algo más grave... la calle está cerrada, hasta aquí llegamos. Ese día, el día de la toma de la Embajada Dominicana debía presentar la entrevista para el concurso de Teoría de la Arquitectura en la Facultad de Artes; finalmente lo hice unas semanas más tarde y Bogotá, que para mí ya era un mundo, se convirtió en un universo: el de los profesores de la Universidad Nacional, con sus códigos, incomprensibles en aquel momento, aunque el ambiente de la Universidad con sus intereses, alegrías y enojos eran los mismos que yo había conocido en mi vida de estudiante y en mis primeros años de docencia en otra Universidad Nacional, en el otro extremo de la misma América.
Por momentos sentía que había encontrado la continuidad con aquella parte de mi vida, la utopía, que había dejado seis mil kilómetros atrás, en la ciudad de La Plata; porque las utopías siempre han buscado la construcción de sociedades ideales y ese era el anhelo de esta universidad y de aquella lejana, que la intolerancia destruyó en apenas unas horas. Mientras en las fantasías el único objetivo es la imaginación en sí misma, en las utopías prevalece el pensamiento social; por eso, después de tantos años, continúo mirando con desconfianza las fantasías y continúo sintiéndome protegido por el pensamiento utópico.
Por eso también quiero mantener vivo el recuerdo de aquellos primeros días en la Universidad Nacional, cuando sentía que cada conversación era la continuación de otra que había quedado trunca allá, en la ciudad de La Plata, en esa larga noche de horror que vivió el sur del continente a finales de los años setenta...
Me asombra ver el paso del tiempo, porque todo eso que ocurrió hace más de veinte años, casi treinta, hoy lo cuento como si fueran sucesos recientes; tal vez el clima parejo y sin estaciones me confunde los tiempos, porque eso mismo me pasa cuando hablo de Bogotá: el tiempo de las ciudades —y esto siempre lo digo en clase— no es el de los hombres, es el de las generaciones. Entonces, ¿qué puedo decir de esta ciudad y de su Universidad de las que apenas conozco un instante, aunque ese instante contenga casi toda mi vida?... El tiempo de las ciudades —insisto— no es el de los hombres.
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Otra tarde nublada y lluviosa, casi sin luz. Mi imagen se reflejaba en la ventanilla de la buseta y se superponía al paisaje de las calles de Bogotá; los pasajeros subían mojados y los paraguas formaban un pequeño arroyo en el metal del piso. Dejamos la carrera Trece, con sus vitrinas iluminadas, pese a la temprana hora de la tarde y por la calle 45 llegamos a la Nacional: era mi primer día de clase con los alumnos de Teoría 2, Imagen urbana. —Yo soy de Firavitova, dijo uno ante mi pregunta; -—yo de Caparrapí, agregó otro; —nosotras de Sogamoso, dijeron en coro dos niñas; —¿y, quién es de Bogotá? En los extremos del salón, casi simétricos, se levantaron unos pocos brazos... —Yo soy de La Plata, dije, —y vamos a hablar de las ciudades. Y lo sigo haciendo veintidós años después, en la Maestría de Teoría e Historia de la Arquitectura y el Arte, mi lugar de trabajo, o como decimos los profesores de ese posgrado, nuestro nicho ecológico.
Veintidós años aquí, en esta casa que a veces, por cercana y por hacer parte demasiado íntima de la vida diaria se nos desdibuja y olvidamos que no hay otro lugar en el país —ni puede haberlo por su obvia condición de Universidad de la Nación toda— donde, como en un cruce de caminos, el afán por el conocimiento y la voluntad investigativa se encuentran con la amplitud y diversidad de las miradas. Como en ninguna otra parte, aquí, en la Universidad Nacional de Colombia, el otro es el coprotagonista.
Así trabajamos Sobre lo clásico en la arquitectura y Elementos de significación en las ciudades latinoamericanas, esta última para el Congreso de Americanistas que se celebró en Bogotá; luego Express, arquitectura, literatura y ciudad, Las otras ciudades, Bogotá fragmentada, hasta Estación Plaza de Bolívar y pronto -espero- La plaza, el centro de la ciudad.
Cuando veo esos títulos en la vitrina de alguna librería entiendo el sentido de la vida universitaria, porque más allá de transmitir conocimientos, la Universidad es el lugar de la investigación que crea los nuevos conocimientos, los que día a día nos abren el horizonte, convierten el mundo en universo y nos asombran, nos entusiasman, nos encarretan como diríamos en el habla bogotana y justamente, esa expresión tan local, que se refiere a la pasión, expresa como ninguna otra, el significado de la vida universitaria, que es el amor por el conocimiento. Porque uno se apasiona por aquello en lo que cree, pero mucho más se apasiona por aquello que ama.
Esa es la clave de los códigos que hace más de veinte años me resultaban incomprensibles y que hoy conforman mi lenguaje, así como aquellos profesores de la entrevista para el concurso de Teoría 2, hoy son mis amigos más cercanos. Y esa es otra maravilla de la Universidad Nacional, me refiero a la densa y apretada red de afectos que nos une a los colegas y permite que cada texto que escribimos, cada clase o charla que hacemos en el marco de esa pasión que es la Universidad, sea parte de la vida de todo un grupo que opina, comenta y juzga con la certeza con que sólo los colegas lo pueden hacer, que coincide con el acierto con que pueden juzgar los amigos desde su horizonte de afectos.
—...en el cierre del 71, ¿recuerdas?, me dijo un colega durante una charla en la cafetería. – En el 71 yo vivía en La Plata, respondí. Me miró con la expresión de quien cae en cuenta de algo que no había considerado: - es cierto... se me olvida que tú eres de por allá, concluyó. En ese momento entendí que ya era de “por acá”, que los códigos se habían unificado y que la memoria, que siempre hace trampas, buscaba –o inventaba- recuerdos comunes para compartir una historia.
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Cuando me propusieron decir estas palabras, pensé en una frase del italiano Marco Romano, el gran teórico de la ciudad, que dice que así como el deseo de amar está latente en el ánimo de cada persona hasta que encuentra el objeto de ese amor, del mismo modo, el deseo por las cosas colectivas existe en lo más íntimo de cada uno y lo que lo despierta es algo que le da un nombre reconocido.
Escogí esa frase porque creo que nuestra actividad académica apunta a la satisfacción de ese deseo, ya que el conocimiento es la cosa colectiva más importante que tenemos: es nuestro patrimonio. Me atrevería a decir que la segunda cosa colectiva es la ciudad. Pero hablemos de la primera, el conocimiento, que es la materia prima de nuestras vidas y es también lo que permite identificarnos como comunidad; porque el conocimiento compartido es nuestro primer rasgo de identidad.
También creo —y aquí aparece la segunda cosa colectiva— que cada uno de nosotros lleva una ciudad por dentro, referencia que tenemos para hablar de las otras ciudades; es una ciudad de emociones, objetivos y recuerdos que filtra y tiñe todas las otras ciudades que conocemos. Durante mucho tiempo creí que mi ciudad interior era La Plata, luego pensé que era Bogotá, hoy creo que esa ciudad interior tiene algo de las dos, aunque está adornada con cúpulas bizantinas, atravesada por canales venecianos y sembrada de rascacielos que se pierden en las nubes. Hace un momento decía que la memoria hace trampas... a veces, le ayudo a hacerlas.
Por último, mi ciudad está formada por todas las ciudades a donde llevé mi pensamiento académico y donde, a la vez, lo enriquecí con la experiencia de las otras ciudades, que es el encuentro de ese pensamiento académico, como modo de vida y como lente para mirar el mundo, con las emociones y los amores de la vida diaria.



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